"(...) No quería salvarlo. No era exactamente eso. Quería salvar las historias que estaban escondidas en él (...) Sabía que Adams era un hombre deshecho por su propia vida. Imaginaba su alma como una tranquila aldea saqueada y dispersa por la invasión salvaje de una vertiginosa cantidad de imágenes, sensaciones, olores, sonidos, dolores, palabras. La muerte que aparentaba, cuando uno lo veía, era el resultado paradójico del estallido de una vida. Un caos irrefrenable era lo que crepitaba bajo su mtutismo y su inmovilidad.
Langlais no era médico y no había salvado nunca a nadie. Pero su vida le había enseñado el imprevisible valor terapéutico de la exactitud (...).
Adam callaba. Parecía exiliado para siempre en un mundo inexorablemente remoto. Ni siquiera una mirada consiguió arrancarle. Nada (...) Como un niño depositaría a un pájaro extraviado en la tibieza artificial de un nido de tela, Langlais depositó a Adams en su jardín. (...) Un jardín en el que el caos de la vida se convertía en figura divinamente exacta.
Fue allí donde Adams, lentamente, volvió a ser él mismo. Durante meses permaneció silencioso (...). Luego, su ausencia empezó a convertirse en una presencia difuminada, púnteada aquí y allá por frases breves (...).
Durante todo ese tiempo, Langlais nunca le preguntó nada. Intercambiaba con él pocas frases, por lo general referentes al estado de salud de los lirios o a la imprevisible variación del tiempo. Ninguno de los dos aludió jamás al pasado, a ningún pasado. Langlais esperaba. No tenía prisa (...).
(...) desde aquel día, empezaron a brotar de Adams todas sus historias. En los momentos más dispares y según tiempos y liturgias inescrutables (...) "
Extraido de Océano mar. Alessandro Baricco.
Editorial Anagrama
pg 64-70
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